DEPARTAMENTO DE TEOLOGÍA Y FORMACIÓN
MINISTERIAL (DETYM) “SANTA MARÍA DEL NUEVO ÉXODO”
Altos de Jumaj, zona 6, Huehuetenango. Teléfono 78303512
CARRERA: DIPLOMADO SUPERIOR: TEOLOGÍA PARA EL EJERCICIO MINISTERIAL ORDENADO
CURSO: P– 17 Liturgia III: La celebración de los Sacramentos de Iniciación.
PROFESOR: José Alfredo Hernández Chávez TEL. 46504143
PRIMERA CLASE
LA INICIACIÓN CRISTIANA EN LA IGLESIA PRIMITIVA
Tomado de: Righetti Mario, Historia de la liturgia. Tomo II. La eucaristía y los sacramentos.
Los ritos de la iniciación cristiana:
a. Bautismo.
- La renuncia a Satanás.
La irreductible oposición al demonio y a cuanto tiene relación con él, que constituye una de las condiciones esenciales de la fe y profesión cristiana, era sensible y vigorosamente afirmada con esta ceremonia, cuyo origen se remonta, sin duda, a la época apostólica.
En efecto, San Justino ya alude a ella a mitades del siglo II, como también después la mayor parte de los Padres más antiguos. Por lo demás, la lucha viva y cotidiana contra la idolatría hacía sentir entonces fuertemente su necesidad y extraordinaria importancia.
Desde un principio, la renuncia a Satanás se hizo en el baptisterio poco antes de recibir el bautismo, cuando ya los pies estaban sumergidos en el agua de la fuente; escribe Tertuliano. Sin embargo, en el gelasiano la encontramos anticipada y unida al Ephpheta, porque substancialmente es, como las (precedentes, una acción exorcística.
- La unción.
La unción del óleo sobre el pecho y las espaldas prescrita en este punto por el gelasiano continúa la línea exorcística del rito. El candidato ha llegado al momento crítico de la lucha con Satanás, porque dentro de poco renegará de él solemnemente para darse definitivamente a Jesucristo. Con el Ephpheta se han abierto y suelto sus sentidos para oír y expresar su voluntad; con esta unción se le quiere substraer simbólicamente del dominio del enemigo, igual que el atleta que iba a descender a la lucha con su adversario.
En Oriente no se ungía solamente una parte, sino todo el cuerpo, de los pies a la cabeza.
- La Bendición de la Fuente.
Es cierto que en un principio el agua bautismal no recibía una bendición previa; el hecho mismo de tener que usar agua viva, como prescribe la Didaché, es decir, el agua corriente, lo excluye. No tiene, por tanto, positivo fundamento la afirmación de San Basilio de que una bendición de este género es de institución apostólica.
Pero muy pronto la elaboración teológico-litúrgica, sugerida fácilmente por varios textos escriturísticos, sobre todo de la carta a los hebreos, llevó a invocar a Dios sobre aquellas aguas, para que, como dirá después San Cipriano, purificadas de toda influencia demoníaca, recibiesen la virtud del Espíritu Santo y, consiguientemente, la facultad de santificar a los bautizandos. En el campo católico, Tertuliano es el primero en hablar como de una práctica pacíficamente admitida en las iglesias africanas en su tiempo. La invocación divina a que alude él se refiere evidentemente a una fórmula epiclética, que más tarde encontramos también en todas las liturgias, sobre cuya necesidad los Padres de los siglos IV y V insistieron
vigorosamente.
- Profesión de la fe:
La profesión de fe tenía forma interrogativa y proponía la doctrina católica en Dios uno y trino en tres miembros distintos. El candidato, ya con los pies en el agua, expresaba su consentimiento a cada una de las preguntas diciendo: Credo. A cada respuesta del catecúmeno, el obispo lo sumergía en el agua de la fuente.
Las interrogationes fidei se conservan todavía en nuestro ritual, pero extraídas del acto del bautismo. No es fácil saber cuándo sucedió esto. Probablemente alrededor de los siglos VIII-IX al menos en las Galias, ya que es en esta época cuando aparece la pregunta ¿Quieres ser bautizado? inserta entre las interrogaciones y la ablución.
- La Ablución Bautismal.
Por los testimonios antes citados, se deduce con bastante claridad que el bautismo se administraba con una triple inmersión acoplada a una triple infusión.
En la práctica, la inmersión estaba limitada a la parte inferior de las piernas, que quedaban sumergidas en el agua de la piscina hasta casi las rodillas, mientras el ministro, imponiendo la mano izquierda sobre el bautizando, derramaba con la derecha por tres veces el agua sobre su cabeza, la cual después fluía a lo largo de todo el cuerpo. Los antiguos monumentos confirman esta
práctica litúrgica.
La administración solemne del bautismo fue siempre una de las funciones reservadas al obispo. San Ignacio de Antioquía escribía: Sin el obispo no el lícito bautizar ni celebrar el ágape; y Tertuliano confirma esta regla, observada también en su tiempo. Razón por la cual, si en Pascua faltaba en una diócesis el obispo, era imposible administrar el bautismo a los catecúmenos. Entre las actas del concilio de Calcedonia se encuentra una carta del clero de Edesa a los obispos Eustaquio y Focio en la cual les ruegan que permitan al obispo Ibas volver a Edesa para administrar el bautismo en la próxima Pascua.
Poseemos una carta parecida de San Gregorio Magno a Romano, exarca de Rávena, en la cual le ruega que trabaje para enviar a Ortensa a su obispo Blando, porque en su ausencia los niños morían sin bautismo.
Pero los obispos, aun para aliviar su no pequeña fatiga, delegaban fácilmente la facultad de bautizar en los presbíteros; más todavía, buscaban ansiosamente otros en las diócesis sufragáneas para satisfacer las crecientes exigencias de la multitud de catecúmenos.
Era ésta una tradición de la que nos da testimonio ya San Hipólito.
b. Crismación.
-Habitualmente, inmediatamente después del rito del bautismo, el celebrante ungía la cabeza del neófito, haciéndole la señal de la cruz.
- Seguidamente, pero inmediatamente, el obispo hacía la confirmación, por medio de la imposición de manos, siguiendo el uso narrado en los Hechos de los Apóstoles.
- Posteriormente, la primera unción desapareció y la confirmación implicó la unción con el santo crisma.
- Roma mantuvo una unción sin reconocerle carácter sacramental y el confirmación la separó del bautismo, le reconoció carácter sacramental y la centró en torno a la unción con santo crisma.
- La Unción Crismal.
Encontramos las primeras menciones,en África,en Tertuliano,y en Roma,en la Traditio.
En la Traditio, la unción se describe así: Y después (el bautizado) cuando asciende, es ungido por el presbítero con el óleo que ha sido consagrado, diciendo: Se te unge con el óleo sagrado, en el nombre de Jesucristo. Esta crismación, propia del uso romanoafricano, no era primitiva, pero se introdujo muy pronto en el ritual del bautismo para significar los efectos de la gracia santificante producidos en el alma del neófito; los cuales, según un conocido lenguaje bíblico, fueron siempre presentados como una unción espiritual procedente del Espíritu Santo. No puede darse el Bautismo sin el Espíritu, decía San Agustín. La unción en particular decía relación con la recibida en un tiempo por los sacerdotes y por el rey, pre figurativa de la unción real y sacerdotal de Cristo, por la cual el bautizado también se hacía “ungido, cristiano,” miembro e Cristo, rey y sacerdote eterno, y se incluía en el pueblo elegido, en el sacerdocio real” en la nación santa de que habla San Pedro. Es el mismo concepto que llevó también a algunas iglesias de Oriente a coronar al neófito y a aclamar la dignidad de que el bautismo lo había revestido.
San Agustín daba una especialísima importancia a la unción postbautismal, porque la consideraba como el símbolo eficaz de la colación de la gracia mediante el don del Espíritu Santo.
- El Ritual de la Confirmación.
Está claro y repetidamente indicado en los Hechos. Los apóstoles conferían la confirmación imponiendo las manos sobre los neófitos. No hay duda que era una oración epiclética, la cual dio sentido a la imposición de las manos concomitante.
Los antiquísimos testimonios de la iglesia africana no nos presentan de otra manera el cuadro ritual de este sacramento: imposición de las manos y epiclesis (Tertuliano).
San Cipriano, al mismo tiempo que confirma las referencias de Tertuliano, pone más de relieve la ceremonia de la signatio crucis sobre la frente del neobautizado, que debía concluir el rito, y que después, aunque de valor secundario, dará el título al sacramento (consignatio). Mucho tiempo después, también San Agustín declara que la confirmación se confería solamente con la imposición de las manos, sin aludir a otra ceremonia. Tanto en África como en las Galías, en España y en Milán, la imposición de las manos es la ceremonia esencial del sacramento, la cual concluye con la señal de la cruz hecha sobre la frente.
Al contrario de las demás iglesias de Occidente, Roma, al menos en el uso ritual del partido de Hipólito, acompaña el gesto de la queirotonía (imposición de manos) en la confirmación con una unción crismal sobre la cabeza.
La Traditio nos describe el rito así. El texto es muy claro y explícito; pero varios liturgistas no lo consideran digno de atención, porque la unción no encuentra parecido en otros testimonios de este género antes de Inocencio I (416). Encontramos, en cambio, a principios del siglo IV, en el Líber pontificalis, memoria de un decreto, atribuido al papa San Silvestre (314-337), que autoriza sólo a los obispos el realizar sobre los bautizados la signatio con una unción de crisma. Desconocemos los motivos que indujeron al papa a instituir tal unción, o, si ya existía, a regularla autoritariamente; quizá no fuera extraña la influencia del partido de Hipólito, considerado todavía como cismático, como podría deducirse de la cláusula declarativa del Líber pontificalis. Ni tampoco nos consta que se aplicase en seguida la nueva disposición. Es motivo de duda el claro testimonio del Ambrosiáster, que escribe en Roma alrededor del 375, el cual, hablando de la confirmación, no alude a unciones de este género.
Como quiera que sea, es cierto que, a partir del siglo V, en la liturgia romana los términos consignare, consignatio, se refieren a la unción que acompaña el signo de la cruz, realizado no sobre la cabeza, sino sobre la frente del neófito. Esta se presenta como el rito principal de la confirmación, reservada exclusivamente a los obispos.
Para reivindicar este derecho episcopal de las ilegítimas interferencias de ciertos presbíteros, tenemos una fuerte carta del papa Inocencio I a Decencio de Gubio (416), que representa y será también posteriormente el primero y fundamental texto legislativo sobre el particular. El papa declara en esta carta que los sacerdotes tienen ciertamente la facultad de dar la unción postbautismal, pero no la de imponer las manos sobre los neo-bautizados y marcar su frente con el crisma para conferirles el Espíritu Paráclito. Esta segunda unción debe considerarse como prerrogativa exclusiva de los obispos.
Analizando el texto, puede presentarse una duda: la unción crismal de la que habla el papa, y que la reivindica para los obispos, ¿estaba asociada todavía al rito tradicional de la imposición de las manos? Algunos lo niegan. En ese caso, la unción habría suplantado a la queirotonía. Parece, sin embargo, más probable la afirmación; tanto más si se toman los dos vel... vel del texto en sentido disyuntivo, como para decir: es prerrogativa de los obispos tanto la consignatio mediante la unción como la colación del Espíritu Paráclito mediante la imposición de las manos. El papa había contemplado una misma realidad sacramental, pero vista en su parte secundaria (la unción) y en su parte esencial (la queirotonía).
En efecto, el uso romano del siglo X, declarado oficial por el gelasiano, presenta Las dos ceremonias iguales en importancia.
La práctica romana extendió después a todo el Occidente el propio ritual en la época de la gran unificación litúrgica carolingia, pero no sin resistencia. Hasta entonces, los países de liturgia galicana habían conocido como único rito de la confirmación la imposición de las manos.
Así permaneció el uso litúrgico posteriormente en las iglesias occidentales; pero es preciso reconocer que la unción crismal, ya por su mayor relieve sensible y más laramente simbólico, adquirió poco a poco, principalmente en la Escolástica, una importancia predominante, por no decir exclusiva.
- El Ministro de la Confirmación.
La imposición de las manos en la confirmación aparece desde los tiempos apostólicos como función reservada a los altos grados de la jerarquía, los apóstoles y los obispos.
Cuando el diácono Felipe hubo bautizado a los de Samaria que habían creído en Jesús, no les impuso las manos, sino que vinieron Pedro y Juan.
Alguno ha objetado que Ananías, que, según parece, era laico, impuso las manos a Saulo; y los Hechos narran que éste quedó lleno del Espíritu Santo. Pero un examen detallado del texto no autoriza a ver en el episodio una administración de la
confirmación.
El Señor, en efecto, invita a Ananías a dirigirse a Saulo y a imponerle las manos a fin de que recupere la vista. Debía ser un gesto con fin curativo, expresión externa del poder taumatúrgico de Dios, al estilo del que habían usado tantas veces Jesús y los apóstoles con los enfermos.
La práctica de los siglos posteriores confirma estos datos primitivos al menos en las iglesias del Occidente. Hipólito y Cornelio en Roma y Cipriano en Cartago lo declaran expresamente. Análogamente, San Jerónimo, hablando de los bautismos administrados en parroquias de la zona rural, muy lejos de la ciudad episcopal, por un sacerdote o un diácono, observa que en tales casos debe reservarse al obispo la imposición de las manos. También el papa Inocencio I parece inspirarse en un concepto parecido cuando explica que el poder de los obispos de imponer las manos les es exclusivo, porque poseen la cima del episcopado.
En conformidad con esta pacífica disciplina, Roma intervino severamente cada vez que trataron los sacerdotes de arrogarse, como si fuera un derecho, la colación de la confirmación.
Altos de Jumaj, zona 6, Huehuetenango. Teléfono 78303512
CARRERA: DIPLOMADO SUPERIOR: TEOLOGÍA PARA EL EJERCICIO MINISTERIAL ORDENADO
CURSO: P– 17 Liturgia III: La celebración de los Sacramentos de Iniciación.
PROFESOR: José Alfredo Hernández Chávez TEL. 46504143
PRIMERA CLASE
LA INICIACIÓN CRISTIANA EN LA IGLESIA PRIMITIVA
Tomado de: Righetti Mario, Historia de la liturgia. Tomo II. La eucaristía y los sacramentos.
Los ritos de la iniciación cristiana:
a. Bautismo.
- La renuncia a Satanás.
La irreductible oposición al demonio y a cuanto tiene relación con él, que constituye una de las condiciones esenciales de la fe y profesión cristiana, era sensible y vigorosamente afirmada con esta ceremonia, cuyo origen se remonta, sin duda, a la época apostólica.
En efecto, San Justino ya alude a ella a mitades del siglo II, como también después la mayor parte de los Padres más antiguos. Por lo demás, la lucha viva y cotidiana contra la idolatría hacía sentir entonces fuertemente su necesidad y extraordinaria importancia.
Desde un principio, la renuncia a Satanás se hizo en el baptisterio poco antes de recibir el bautismo, cuando ya los pies estaban sumergidos en el agua de la fuente; escribe Tertuliano. Sin embargo, en el gelasiano la encontramos anticipada y unida al Ephpheta, porque substancialmente es, como las (precedentes, una acción exorcística.
- La unción.
La unción del óleo sobre el pecho y las espaldas prescrita en este punto por el gelasiano continúa la línea exorcística del rito. El candidato ha llegado al momento crítico de la lucha con Satanás, porque dentro de poco renegará de él solemnemente para darse definitivamente a Jesucristo. Con el Ephpheta se han abierto y suelto sus sentidos para oír y expresar su voluntad; con esta unción se le quiere substraer simbólicamente del dominio del enemigo, igual que el atleta que iba a descender a la lucha con su adversario.
En Oriente no se ungía solamente una parte, sino todo el cuerpo, de los pies a la cabeza.
- La Bendición de la Fuente.
Es cierto que en un principio el agua bautismal no recibía una bendición previa; el hecho mismo de tener que usar agua viva, como prescribe la Didaché, es decir, el agua corriente, lo excluye. No tiene, por tanto, positivo fundamento la afirmación de San Basilio de que una bendición de este género es de institución apostólica.
Pero muy pronto la elaboración teológico-litúrgica, sugerida fácilmente por varios textos escriturísticos, sobre todo de la carta a los hebreos, llevó a invocar a Dios sobre aquellas aguas, para que, como dirá después San Cipriano, purificadas de toda influencia demoníaca, recibiesen la virtud del Espíritu Santo y, consiguientemente, la facultad de santificar a los bautizandos. En el campo católico, Tertuliano es el primero en hablar como de una práctica pacíficamente admitida en las iglesias africanas en su tiempo. La invocación divina a que alude él se refiere evidentemente a una fórmula epiclética, que más tarde encontramos también en todas las liturgias, sobre cuya necesidad los Padres de los siglos IV y V insistieron
vigorosamente.
- Profesión de la fe:
La profesión de fe tenía forma interrogativa y proponía la doctrina católica en Dios uno y trino en tres miembros distintos. El candidato, ya con los pies en el agua, expresaba su consentimiento a cada una de las preguntas diciendo: Credo. A cada respuesta del catecúmeno, el obispo lo sumergía en el agua de la fuente.
Las interrogationes fidei se conservan todavía en nuestro ritual, pero extraídas del acto del bautismo. No es fácil saber cuándo sucedió esto. Probablemente alrededor de los siglos VIII-IX al menos en las Galias, ya que es en esta época cuando aparece la pregunta ¿Quieres ser bautizado? inserta entre las interrogaciones y la ablución.
- La Ablución Bautismal.
Por los testimonios antes citados, se deduce con bastante claridad que el bautismo se administraba con una triple inmersión acoplada a una triple infusión.
En la práctica, la inmersión estaba limitada a la parte inferior de las piernas, que quedaban sumergidas en el agua de la piscina hasta casi las rodillas, mientras el ministro, imponiendo la mano izquierda sobre el bautizando, derramaba con la derecha por tres veces el agua sobre su cabeza, la cual después fluía a lo largo de todo el cuerpo. Los antiguos monumentos confirman esta
práctica litúrgica.
La administración solemne del bautismo fue siempre una de las funciones reservadas al obispo. San Ignacio de Antioquía escribía: Sin el obispo no el lícito bautizar ni celebrar el ágape; y Tertuliano confirma esta regla, observada también en su tiempo. Razón por la cual, si en Pascua faltaba en una diócesis el obispo, era imposible administrar el bautismo a los catecúmenos. Entre las actas del concilio de Calcedonia se encuentra una carta del clero de Edesa a los obispos Eustaquio y Focio en la cual les ruegan que permitan al obispo Ibas volver a Edesa para administrar el bautismo en la próxima Pascua.
Poseemos una carta parecida de San Gregorio Magno a Romano, exarca de Rávena, en la cual le ruega que trabaje para enviar a Ortensa a su obispo Blando, porque en su ausencia los niños morían sin bautismo.
Pero los obispos, aun para aliviar su no pequeña fatiga, delegaban fácilmente la facultad de bautizar en los presbíteros; más todavía, buscaban ansiosamente otros en las diócesis sufragáneas para satisfacer las crecientes exigencias de la multitud de catecúmenos.
Era ésta una tradición de la que nos da testimonio ya San Hipólito.
b. Crismación.
-Habitualmente, inmediatamente después del rito del bautismo, el celebrante ungía la cabeza del neófito, haciéndole la señal de la cruz.
- Seguidamente, pero inmediatamente, el obispo hacía la confirmación, por medio de la imposición de manos, siguiendo el uso narrado en los Hechos de los Apóstoles.
- Posteriormente, la primera unción desapareció y la confirmación implicó la unción con el santo crisma.
- Roma mantuvo una unción sin reconocerle carácter sacramental y el confirmación la separó del bautismo, le reconoció carácter sacramental y la centró en torno a la unción con santo crisma.
- La Unción Crismal.
Encontramos las primeras menciones,en África,en Tertuliano,y en Roma,en la Traditio.
En la Traditio, la unción se describe así: Y después (el bautizado) cuando asciende, es ungido por el presbítero con el óleo que ha sido consagrado, diciendo: Se te unge con el óleo sagrado, en el nombre de Jesucristo. Esta crismación, propia del uso romanoafricano, no era primitiva, pero se introdujo muy pronto en el ritual del bautismo para significar los efectos de la gracia santificante producidos en el alma del neófito; los cuales, según un conocido lenguaje bíblico, fueron siempre presentados como una unción espiritual procedente del Espíritu Santo. No puede darse el Bautismo sin el Espíritu, decía San Agustín. La unción en particular decía relación con la recibida en un tiempo por los sacerdotes y por el rey, pre figurativa de la unción real y sacerdotal de Cristo, por la cual el bautizado también se hacía “ungido, cristiano,” miembro e Cristo, rey y sacerdote eterno, y se incluía en el pueblo elegido, en el sacerdocio real” en la nación santa de que habla San Pedro. Es el mismo concepto que llevó también a algunas iglesias de Oriente a coronar al neófito y a aclamar la dignidad de que el bautismo lo había revestido.
San Agustín daba una especialísima importancia a la unción postbautismal, porque la consideraba como el símbolo eficaz de la colación de la gracia mediante el don del Espíritu Santo.
- El Ritual de la Confirmación.
Está claro y repetidamente indicado en los Hechos. Los apóstoles conferían la confirmación imponiendo las manos sobre los neófitos. No hay duda que era una oración epiclética, la cual dio sentido a la imposición de las manos concomitante.
Los antiquísimos testimonios de la iglesia africana no nos presentan de otra manera el cuadro ritual de este sacramento: imposición de las manos y epiclesis (Tertuliano).
San Cipriano, al mismo tiempo que confirma las referencias de Tertuliano, pone más de relieve la ceremonia de la signatio crucis sobre la frente del neobautizado, que debía concluir el rito, y que después, aunque de valor secundario, dará el título al sacramento (consignatio). Mucho tiempo después, también San Agustín declara que la confirmación se confería solamente con la imposición de las manos, sin aludir a otra ceremonia. Tanto en África como en las Galías, en España y en Milán, la imposición de las manos es la ceremonia esencial del sacramento, la cual concluye con la señal de la cruz hecha sobre la frente.
Al contrario de las demás iglesias de Occidente, Roma, al menos en el uso ritual del partido de Hipólito, acompaña el gesto de la queirotonía (imposición de manos) en la confirmación con una unción crismal sobre la cabeza.
La Traditio nos describe el rito así. El texto es muy claro y explícito; pero varios liturgistas no lo consideran digno de atención, porque la unción no encuentra parecido en otros testimonios de este género antes de Inocencio I (416). Encontramos, en cambio, a principios del siglo IV, en el Líber pontificalis, memoria de un decreto, atribuido al papa San Silvestre (314-337), que autoriza sólo a los obispos el realizar sobre los bautizados la signatio con una unción de crisma. Desconocemos los motivos que indujeron al papa a instituir tal unción, o, si ya existía, a regularla autoritariamente; quizá no fuera extraña la influencia del partido de Hipólito, considerado todavía como cismático, como podría deducirse de la cláusula declarativa del Líber pontificalis. Ni tampoco nos consta que se aplicase en seguida la nueva disposición. Es motivo de duda el claro testimonio del Ambrosiáster, que escribe en Roma alrededor del 375, el cual, hablando de la confirmación, no alude a unciones de este género.
Como quiera que sea, es cierto que, a partir del siglo V, en la liturgia romana los términos consignare, consignatio, se refieren a la unción que acompaña el signo de la cruz, realizado no sobre la cabeza, sino sobre la frente del neófito. Esta se presenta como el rito principal de la confirmación, reservada exclusivamente a los obispos.
Para reivindicar este derecho episcopal de las ilegítimas interferencias de ciertos presbíteros, tenemos una fuerte carta del papa Inocencio I a Decencio de Gubio (416), que representa y será también posteriormente el primero y fundamental texto legislativo sobre el particular. El papa declara en esta carta que los sacerdotes tienen ciertamente la facultad de dar la unción postbautismal, pero no la de imponer las manos sobre los neo-bautizados y marcar su frente con el crisma para conferirles el Espíritu Paráclito. Esta segunda unción debe considerarse como prerrogativa exclusiva de los obispos.
Analizando el texto, puede presentarse una duda: la unción crismal de la que habla el papa, y que la reivindica para los obispos, ¿estaba asociada todavía al rito tradicional de la imposición de las manos? Algunos lo niegan. En ese caso, la unción habría suplantado a la queirotonía. Parece, sin embargo, más probable la afirmación; tanto más si se toman los dos vel... vel del texto en sentido disyuntivo, como para decir: es prerrogativa de los obispos tanto la consignatio mediante la unción como la colación del Espíritu Paráclito mediante la imposición de las manos. El papa había contemplado una misma realidad sacramental, pero vista en su parte secundaria (la unción) y en su parte esencial (la queirotonía).
En efecto, el uso romano del siglo X, declarado oficial por el gelasiano, presenta Las dos ceremonias iguales en importancia.
La práctica romana extendió después a todo el Occidente el propio ritual en la época de la gran unificación litúrgica carolingia, pero no sin resistencia. Hasta entonces, los países de liturgia galicana habían conocido como único rito de la confirmación la imposición de las manos.
Así permaneció el uso litúrgico posteriormente en las iglesias occidentales; pero es preciso reconocer que la unción crismal, ya por su mayor relieve sensible y más laramente simbólico, adquirió poco a poco, principalmente en la Escolástica, una importancia predominante, por no decir exclusiva.
- El Ministro de la Confirmación.
La imposición de las manos en la confirmación aparece desde los tiempos apostólicos como función reservada a los altos grados de la jerarquía, los apóstoles y los obispos.
Cuando el diácono Felipe hubo bautizado a los de Samaria que habían creído en Jesús, no les impuso las manos, sino que vinieron Pedro y Juan.
Alguno ha objetado que Ananías, que, según parece, era laico, impuso las manos a Saulo; y los Hechos narran que éste quedó lleno del Espíritu Santo. Pero un examen detallado del texto no autoriza a ver en el episodio una administración de la
confirmación.
El Señor, en efecto, invita a Ananías a dirigirse a Saulo y a imponerle las manos a fin de que recupere la vista. Debía ser un gesto con fin curativo, expresión externa del poder taumatúrgico de Dios, al estilo del que habían usado tantas veces Jesús y los apóstoles con los enfermos.
La práctica de los siglos posteriores confirma estos datos primitivos al menos en las iglesias del Occidente. Hipólito y Cornelio en Roma y Cipriano en Cartago lo declaran expresamente. Análogamente, San Jerónimo, hablando de los bautismos administrados en parroquias de la zona rural, muy lejos de la ciudad episcopal, por un sacerdote o un diácono, observa que en tales casos debe reservarse al obispo la imposición de las manos. También el papa Inocencio I parece inspirarse en un concepto parecido cuando explica que el poder de los obispos de imponer las manos les es exclusivo, porque poseen la cima del episcopado.
En conformidad con esta pacífica disciplina, Roma intervino severamente cada vez que trataron los sacerdotes de arrogarse, como si fuera un derecho, la colación de la confirmación.